«el libro es el instrumento más asombroso porque es una extensión de la memoria y de la imaginación». Jorge Luis Borges
jueves, 14 de marzo de 2024
martes, 12 de marzo de 2024
El mundo iluminado
Discurso por la obtención del Premio de Novela Rómulo Gallegos 1997
A veces, la vida nos reta con el fin de saber si tendremos la fortaleza necesaria para recibir su generosidad con sencillez. A mí me cuesta siempre más trabajo entender la sorpresa de una dicha que la justicia inmanente de las penas. Me enseñaron que se necesita valor para enfrentar la desgracia y que es virtud ponerle buena cara al mal tiempo. En cambio, no hay receta para aceptar las grandes alegrías.
Sé de qué tamaño es el privilegio que recibo con este premio, quiero agradecerlo con la misma fuerza con que sé y acepto la responsabilidad que entraña. Quiero recibir este reconocimiento sin perder el deseo de confiar en mis dudas más que en mis dogmas, sin creer que traiciono a mi padre que murió mucho antes de que alguien comprendiera su pasión por las palabras, sin desertar de la paciencia con que tantos escritores han trabajado y trabajan desprovistos de la ambición de un premio y absteniéndose de maldecir a quienes los ganan. Quiero recibir este premio con el regocijo que produce un buen amor, no con la arrogancia de quien imagina una victoria.
Sé bien de la intensidad y la sabiduría de los escritores que me preceden en esta ventura y que antes me precedieron y aún me enseñan el valor y la tenacidad que se necesitan para entregarse a la febril aventura de hacer libros. Sé también, como lo saben ellos, que ha habido y hay otros cómplices de nuestras aventuras que merecen tanto o más la ventura de un premio.
Considero un privilegio el oficio de escribir como lo hicieron tantas mujeres y tantos hombres a quienes sólo rigió el deseo de contar una historia para consolar o hacer felices a quienes se reconocen en ella. De contar una historia para desentrañar y bendecir la complejidad de lo que parece fácil, la importancia de lo que se supone que no importa, de lo que no registran ni los periódicos ni los libros de economía, de lo que no explican los sociólogos, no curan los médicos, ni aparece como un peldaño en nuestro currículum de la hazaña diaria que es sobrevivir al desamor, al momento en que nos sentimos más amados que ningún otro, a la maravilla de andar como vivos eternos aun cuando la muerte golpea a nuestra puerta, al delirio de quienes nos abandonan y al delirio con que abandonamos, a la decisión que más duele y menos se pregona, a la vejez y a la adolescencia, al mar y a los atardeceres, a la luna inclemente y al sol tibio.
Aun menos certeros que los geólogos, más empeñados en la magia que los médicos, los escritores trabajamos para soñar con los otros, para mejorar nuestro destino, para vivir todas las vidas que no sería posible vivir siendo sólo nosotros. Siempre he pensado que es suficiente recompensa un lector que asume las cosas que uno cuenta como las cosas que pudieron pasar. Tal vez por eso el premio Rómulo Gallegos, entregado a Mal de amores, esta novela cuyo aire me hizo sentir a resguardo mientras lo respiraba, me conmovió y me sorprende tanto.
No sé si las estrellas sueñan o deciden nuestro destino, creo sí que nuestro destino es impredecible y azaroso como los sueños. Por eso las mujeres y los hombres de nuestro tiempo aún temblamos cada mañana cuando el mundo se ilumina y nos despierta.
Hace tres siglos, Sor Juana Inés de la Cruz escribió el más grande de sus poemas para invocar la noche en que soñó que de una vez quería comprender todas las cosas de que se compone el universo. En cientos de versos a veces herméticos y siempre de una sonoridad gozosa, la poeta se describe dormida, volando, una y otra vez aferrada al intento de dibujar los secretos del mundo, sin conseguirlo ni cuando lo divide en categorías, ni cuando lo busca en un solo individuo. Por fin la ingrata noche se acaba y la luz del amanecer la encuentra desengañada y despierta.
Menos audaces que Sor Juana, más lejos de su genio que de su empeño, quienes tenemos la fortuna de encontrar un destino en la voluntad de nombrar el mundo, compartimos con ella el diario desengaño de no comprenderlo. Por eso escribimos, regidos por ese desencanto y convocados por una ambición que imagina que al nombrar el fuego, los peces, la cordura, el viento, el estupor, la muerte, conseguimos por un instante comprender lo que son.
De ahí que cada vez que abandonamos un libro creyendo que lo hemos acabado, despertemos a la zozobra de un universo milagroso cuya razón de ser no comprendemos. De semejante desamparo no nos libra sino la urgencia de inventar otro libro. Nos dedicamos a escribir un día con miedo y otro con esperanza como quien camina con placer por el borde de un precipicio. Ayudados por la imaginación y la memoria, por nuestros deseos y nuestra urgencia de hacer creíble la quimera. No imagino un quehacer más pródigo que éste con el que di como si no me quedara otro remedio. Por eso recibo este premio más suspensa que ufana.
Siempre he sabido que la fortuna fue generosa conmigo al concederme una profesión con la que me gano la vida, mejoro mi vida y sobrevivo cuando la vida se vuelve ardua. No me hubiera atrevido a pedirle al destino ninguna otra recompensa a cambio de mi trabajo.
domingo, 10 de marzo de 2024
Plática
Y deja, al refluir, sobre mi labio moroso
El recuerdo penetrante de su limo amargo.
—Tu mano se desliza en vano sobre mi pecho que se pasma;
Lo que ella busca, amiga, es un lugar saqueado
Por la garra y el diente feroz de la mujer.
No busques más mi corazón; las bestias lo han devorado.
Mi corazón es un palacio mancillado por el tumulto;
¡En él se embriagan, se matan, se arrancan los cabellos!
—¡Un perfume flota alrededor de tu garganta desnuda!...
¡Oh, Belleza, duro flagelo de las almas, tú lo quieres!
¡Con tus ojos de fuego, brillante como orgías!,
¡Calcinas estos jirones que han desdeñado las bestias!
Equivocada
«¿Cuál es tu momento feliz?», preguntaba mi padre. «No sé», decía yo. «Hay que tener un momento feliz —decía mi padre— para cuando la infelicidad sea mucha.»
Ustedes no pueden saber cómo era aquello. Éramos varios. Íbamos a fiestas de tres días y amanecíamos a la luz de las fogatas, calentándonos los dedos con la brasa del último cigarro. Entrábamos como un viento oscuro a sitios que se llamaban Nave Jungla o Bajo Tierra, y nos abarrotábamos en sótanos en los que tocaban nuestras bandas favoritas, y cantábamos a gritos canciones que drenaban el hielo negro que guardaba nuestro corazón. Yo vivía en un departamento con una planta de jazmines y a veces, cuando me asomaba al balcón, pensaba: «Este es mi momento feliz: esta ciudad y este tremendo cielo». Entonces, hace unos días, estuve en mi pueblo natal y, en la televisión, vi cantar a Ricardo Mollo. Mollo es argentino, tiene una de esas voces raras, un magma de emoción salvaje y crudo. Esa noche cantaba algo que me costó identificar. «Corazón de pluma, para qué pierdes el tiempo», decía la canción. «De andar y andar buscando verdades para encontrar siempre otra pregunta.» Y yo me preguntaba: «¿Qué es eso, que conozco tanto?». Mollo cantaba como un iluminado, como un hombre único y solo. Y entonces me vi. En esa misma casa, a los diez años, acomodando jazmines sobre la mesa, caminando descalza sobre el piso de madera, el calor, la luz, la hora de la siesta. Y Serrat, en el tocadiscos, cantando esa canción mientras mi madre lavaba la ropa. El olor del jabón y de las flores. La casa navegando como un barco hacia el verano. Y yo, en medio de todo, feliz de una manera perfecta y peligrosa. Con la única clase de felicidad que iba a salvarme. Con la clase de felicidad que iba a matarme cuando me faltara.
Leila Guerriero
Del libro: "Teoría de la gravedad"
sábado, 9 de marzo de 2024
El
futuro
Y sé muy bien que no estarás.
No estarás en la calle, en el murmullo que brota de noche
de los postes de alumbrado, ni en el gesto
de elegir el menú, ni en la sonrisa
que alivia los completos en los subtes,
ni en los libros prestados ni en el hasta mañana.
No estarás en mis sueños,
en el destino original de mis palabras,
ni en una cifra telefónica estarás
o en el color de un par de guantes o una blusa.
Me enojaré, amor mío, sin que sea por ti,
y compraré bombones pero no para ti,
me pararé en la esquina a la que no vendrás,
y diré las palabras que se dicen
y comeré las cosas que se comen
y soñaré los sueños que se sueñan
y sé muy bien que no estarás,
ni aquí adentro, la cárcel donde aún te retengo,
ni allí fuera, este río de calles y de puentes.
No estarás para nada, no serás ni recuerdo,
y cuando piense en ti pensaré un pensamiento
que oscuramente trata de acordarse de ti.
Julio Cortázar
De: "Salvo El Crepúsculo"
8 de septiembre de 2018
Artículo de Opinión de Elena Ferrante
del libro "La invención ocasional"
viernes, 8 de marzo de 2024
De las piedras de David a los tanques de Goliat
Afirman algunas autoridades en
cuestiones bíblicas que el Primer Libro de Samuel fue escrito en la época de
Salomón, o en el período inmediato, en cualquier caso antes del cautiverio de
Babilonia. Otros estudiosos no menos competentes argumentan que no sólo el
Primero, sino también el Segundo Libro fueron redactados después del exilio de
Babilonia, obedeciendo su composición a la denominada estructura
histórico-político-religiosa del esquema deuteronomista, es decir,
sucesivamente, la alianza de Dios con su pueblo, la infidelidad del pueblo, el
castigo de Dios, la súplica del pueblo, el perdón de Dios. Si la venerable
escritura procede del tiempo de Salomón, podremos decir que sobre ella han
pasado, hasta hoy, en números redondos, unos tres mil años. Si el trabajo de
los redactores fue realizado tras el regreso de los judíos del exilio, entonces
habrá que descontar de ese número unos quinientos años, mes arriba, mes abajo.
Esta preocupación de exactitud
temporal tiene como único propósito ofrecer a la comprensión del lector la idea
de que la famosa leyenda bíblica del combate (que no llegó a producirse) entre
el pequeño David y el gigante filisteo Goliat, está siendo mal contada a los
niños por lo menos desde hace veinte o treinta siglos. A lo largo del tiempo,
las diversas partes interesadas en el asunto elaboraron, con el consentimiento
acrítico de más de cien generaciones de creyentes, tanto hebreos como
cristianos, toda una engañosa mistificación sobre la desigualdad de fuerzas que
separaba los bestiales cuatro metros de altura de Goliat de la frágil
complexión física del rubio y delicado David. Tal desigualdad, enorme según
todas las apariencias, era compensada, y luego revertida a favor del israelita,
por el hecho de que David era un jovencito astuto y Goliat una estúpida masa de
carne, tan astuto aquél que, antes de enfrentarse al filisteo, buscó en la
orilla de un riachuelo que había por allí cerca cinco piedras lisas que se
metió en la alforja, tan estúpido el otro que no se dio cuenta de que David
venía armado con una pistola. Que no era una pistola, protestarán indignados
los amantes de las soberanas verdades míticas, que era simplemente una honda,
una humildísima honda de pastor, como ya las habían usado en inmemoriales
tiempos los siervos de Abraham que conducían y guardaban su ganado. Sí, de
hecho no parecía una pistola, no tenía cañón, no tenía barrilete, no tenía
gatillo, no tenía cartuchos, lo que tenía eran dos cuerdas finas y resistentes
atadas por las puntas a un pequeño trozo de cuero flexible en la parte cóncava
en la que la mano experta de David colocaría la piedra que, a distancia, fue
lanzada, veloz y poderosa como una bala, contra la cabeza de Goliat, y lo
derrumbó, dejándolo a merced del filo de su propia espada, ya empuñada por el
diestro fundibulario. No por ser más astuto el israelita consiguió matar al
filisteo y darle la victoria al ejército del Dios vivo y de Samuel, fue
simplemente porque llevaba consigo un arma de largo alcance y la supo manejar.
La verdad histórica, modesta y nada imaginativa, se contenta con enseñarnos que
Goliat no tuvo siquiera la posibilidad de ponerle las manos encima a David, la
verdad mítica, emérita fabricante de fantasías, nos acuna desde hace treinta
siglos con el cuento maravilloso del triunfo del pequeño pastor sobre la
bestialidad de un guerrero gigantesco al que, finalmente, de nada podía
servirle el pesado bronce del casco, de la coraza, de las perneras y del
escudo. Por lo que podemos concluir del desarrollo de este edificante episodio,
David, en las muchas batallas que hicieron de él rey de Judá y de Jerusalén y
extendieron su poder hasta la margen derecha del río Eufrates, nunca más volvió
a usar la honda y las piedras.
Tampoco las usa ahora. En estos
últimos cincuenta años le han crecido de tal manera las fuerzas y el tamaño a
David que entre él y el sobrancero Goliat ya no es posible reconocer ninguna
diferencia, hasta se puede decir, sin ofender la ofuscadora claridad de los
hechos, que se ha convertido en un nuevo Goliat. David, hoy, es Goliat, pero un
Goliat que ha dejado de acarrear pesadas y en definitiva inútiles armas de
bronce. El rubio David de antaño sobrevuela en helicóptero las tierras
palestinas ocupadas y dispara misiles contra objetivos inermes, el delicado
David de otrora tripula los más poderosos tanques del mundo y aplasta y
revienta todo lo que encuentra por delante, el lírico David que cantaba loas a
Betsabé, encarnado ahora en la figura gargantuesca de un criminal de guerra
llamado Ariel Sharon, lanza el «poético» mensaje de que primero es necesario
aplastar a los palestinos para después negociar con lo que reste de ellos. En
pocas palabras, en esto consiste, desde 1948, con ligeras variantes meramente
tácticas, la estrategia política israelí. Intoxicados por la idea mesiánica de
un Gran Israel que realice finalmente los sueños expansionistas del sionismo
más radical; contaminados por la monstruosa y enraizada «certeza» de que en
este catastrófico y absurdo mundo existe un pueblo elegido por Dios y que, por
tanto, están automáticamente justificadas y autorizadas, en nombre también de
los horrores del pasado y de los miedos de hoy, todas las acciones propias
resultantes de un racismo obsesivo, psicológica y patológicamente exclusivista;
educados y entrenados en la idea de que cualquier sufrimiento que hayan
infligido, inflijan o puedan infligir a otros, y en particular a los
palestinos, siempre estará por debajo de los que sufrieron en el Holocausto,
los judíos escarban interminablemente en su propia herida para que no deje de
sangrar, para hacerla incurable y mostrarla al mundo como si se tratase de una
bandera. Israel hizo suyas las terribles palabras de Jehová en el Deuteronomio:
«Mía es la venganza, y yo les daré su merecido». Israel quiere que nos sintamos
culpables, todos nosotros, directa o indirectamente, de los horrores del
Holocausto, Israel quiere que renunciemos al más elemental juicio crítico y nos
transformemos en dócil eco de su voluntad, Israel quiere que reconozcamos de jure lo que para ellos es ya un
ejercicio de facto: la impunidad
absoluta. Desde el punto de vista de los judíos, Israel no podrá nunca ser
sometido a juicio, dado que fue torturado, gaseado y quemado en Auschwitz. Me
pregunto si los judíos que murieron en los campos de concentración nazis, esos
que fueron masacrados en los pogromos, esos que se pudrieron en los guetos, me
pregunto si esa inmensa multitud de infelices no sentiría vergüenza de los
actos infames que sus descendientes están cometiendo. Me pregunto si el hecho
de haber sufrido tanto no sería la mejor causa para no hacer sufrir a otros.
Las piedras de David han cambiado
de manos, ahora son los palestinos quienes las lanzan. Goliat está al otro
lado, armado y equipado como nunca se ha visto soldado alguno en la historia de
las guerras, salvo, claro está, al amigo norteamericano. Ah, sí, las horrendas
matanzas de civiles causadas por los terroristas suicidas… Horrendas, sí, sin
duda, condenables, sí, sin duda, pero Israel todavía tiene mucho que aprender
si no es capaz de entender las razones que pueden hacer que un ser humano se
transforme en una bomba.
José Saramago
Tomado de "El cuaderno"
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