De las piedras de David a los tanques de Goliat
Afirman algunas autoridades en
cuestiones bíblicas que el Primer Libro de Samuel fue escrito en la época de
Salomón, o en el período inmediato, en cualquier caso antes del cautiverio de
Babilonia. Otros estudiosos no menos competentes argumentan que no sólo el
Primero, sino también el Segundo Libro fueron redactados después del exilio de
Babilonia, obedeciendo su composición a la denominada estructura
histórico-político-religiosa del esquema deuteronomista, es decir,
sucesivamente, la alianza de Dios con su pueblo, la infidelidad del pueblo, el
castigo de Dios, la súplica del pueblo, el perdón de Dios. Si la venerable
escritura procede del tiempo de Salomón, podremos decir que sobre ella han
pasado, hasta hoy, en números redondos, unos tres mil años. Si el trabajo de
los redactores fue realizado tras el regreso de los judíos del exilio, entonces
habrá que descontar de ese número unos quinientos años, mes arriba, mes abajo.
Esta preocupación de exactitud
temporal tiene como único propósito ofrecer a la comprensión del lector la idea
de que la famosa leyenda bíblica del combate (que no llegó a producirse) entre
el pequeño David y el gigante filisteo Goliat, está siendo mal contada a los
niños por lo menos desde hace veinte o treinta siglos. A lo largo del tiempo,
las diversas partes interesadas en el asunto elaboraron, con el consentimiento
acrítico de más de cien generaciones de creyentes, tanto hebreos como
cristianos, toda una engañosa mistificación sobre la desigualdad de fuerzas que
separaba los bestiales cuatro metros de altura de Goliat de la frágil
complexión física del rubio y delicado David. Tal desigualdad, enorme según
todas las apariencias, era compensada, y luego revertida a favor del israelita,
por el hecho de que David era un jovencito astuto y Goliat una estúpida masa de
carne, tan astuto aquél que, antes de enfrentarse al filisteo, buscó en la
orilla de un riachuelo que había por allí cerca cinco piedras lisas que se
metió en la alforja, tan estúpido el otro que no se dio cuenta de que David
venía armado con una pistola. Que no era una pistola, protestarán indignados
los amantes de las soberanas verdades míticas, que era simplemente una honda,
una humildísima honda de pastor, como ya las habían usado en inmemoriales
tiempos los siervos de Abraham que conducían y guardaban su ganado. Sí, de
hecho no parecía una pistola, no tenía cañón, no tenía barrilete, no tenía
gatillo, no tenía cartuchos, lo que tenía eran dos cuerdas finas y resistentes
atadas por las puntas a un pequeño trozo de cuero flexible en la parte cóncava
en la que la mano experta de David colocaría la piedra que, a distancia, fue
lanzada, veloz y poderosa como una bala, contra la cabeza de Goliat, y lo
derrumbó, dejándolo a merced del filo de su propia espada, ya empuñada por el
diestro fundibulario. No por ser más astuto el israelita consiguió matar al
filisteo y darle la victoria al ejército del Dios vivo y de Samuel, fue
simplemente porque llevaba consigo un arma de largo alcance y la supo manejar.
La verdad histórica, modesta y nada imaginativa, se contenta con enseñarnos que
Goliat no tuvo siquiera la posibilidad de ponerle las manos encima a David, la
verdad mítica, emérita fabricante de fantasías, nos acuna desde hace treinta
siglos con el cuento maravilloso del triunfo del pequeño pastor sobre la
bestialidad de un guerrero gigantesco al que, finalmente, de nada podía
servirle el pesado bronce del casco, de la coraza, de las perneras y del
escudo. Por lo que podemos concluir del desarrollo de este edificante episodio,
David, en las muchas batallas que hicieron de él rey de Judá y de Jerusalén y
extendieron su poder hasta la margen derecha del río Eufrates, nunca más volvió
a usar la honda y las piedras.
Tampoco las usa ahora. En estos
últimos cincuenta años le han crecido de tal manera las fuerzas y el tamaño a
David que entre él y el sobrancero Goliat ya no es posible reconocer ninguna
diferencia, hasta se puede decir, sin ofender la ofuscadora claridad de los
hechos, que se ha convertido en un nuevo Goliat. David, hoy, es Goliat, pero un
Goliat que ha dejado de acarrear pesadas y en definitiva inútiles armas de
bronce. El rubio David de antaño sobrevuela en helicóptero las tierras
palestinas ocupadas y dispara misiles contra objetivos inermes, el delicado
David de otrora tripula los más poderosos tanques del mundo y aplasta y
revienta todo lo que encuentra por delante, el lírico David que cantaba loas a
Betsabé, encarnado ahora en la figura gargantuesca de un criminal de guerra
llamado Ariel Sharon, lanza el «poético» mensaje de que primero es necesario
aplastar a los palestinos para después negociar con lo que reste de ellos. En
pocas palabras, en esto consiste, desde 1948, con ligeras variantes meramente
tácticas, la estrategia política israelí. Intoxicados por la idea mesiánica de
un Gran Israel que realice finalmente los sueños expansionistas del sionismo
más radical; contaminados por la monstruosa y enraizada «certeza» de que en
este catastrófico y absurdo mundo existe un pueblo elegido por Dios y que, por
tanto, están automáticamente justificadas y autorizadas, en nombre también de
los horrores del pasado y de los miedos de hoy, todas las acciones propias
resultantes de un racismo obsesivo, psicológica y patológicamente exclusivista;
educados y entrenados en la idea de que cualquier sufrimiento que hayan
infligido, inflijan o puedan infligir a otros, y en particular a los
palestinos, siempre estará por debajo de los que sufrieron en el Holocausto,
los judíos escarban interminablemente en su propia herida para que no deje de
sangrar, para hacerla incurable y mostrarla al mundo como si se tratase de una
bandera. Israel hizo suyas las terribles palabras de Jehová en el Deuteronomio:
«Mía es la venganza, y yo les daré su merecido». Israel quiere que nos sintamos
culpables, todos nosotros, directa o indirectamente, de los horrores del
Holocausto, Israel quiere que renunciemos al más elemental juicio crítico y nos
transformemos en dócil eco de su voluntad, Israel quiere que reconozcamos de jure lo que para ellos es ya un
ejercicio de facto: la impunidad
absoluta. Desde el punto de vista de los judíos, Israel no podrá nunca ser
sometido a juicio, dado que fue torturado, gaseado y quemado en Auschwitz. Me
pregunto si los judíos que murieron en los campos de concentración nazis, esos
que fueron masacrados en los pogromos, esos que se pudrieron en los guetos, me
pregunto si esa inmensa multitud de infelices no sentiría vergüenza de los
actos infames que sus descendientes están cometiendo. Me pregunto si el hecho
de haber sufrido tanto no sería la mejor causa para no hacer sufrir a otros.
Las piedras de David han cambiado
de manos, ahora son los palestinos quienes las lanzan. Goliat está al otro
lado, armado y equipado como nunca se ha visto soldado alguno en la historia de
las guerras, salvo, claro está, al amigo norteamericano. Ah, sí, las horrendas
matanzas de civiles causadas por los terroristas suicidas… Horrendas, sí, sin
duda, condenables, sí, sin duda, pero Israel todavía tiene mucho que aprender
si no es capaz de entender las razones que pueden hacer que un ser humano se
transforme en una bomba.
José Saramago
Tomado de "El cuaderno"



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