A estas alturas ya tengo poca relación con los niños. Para compensar, parientes y amigos me mandan fotos y vídeos de sus hijos. Conservo este material con sumo cuidado, me gusta comparar la cara de un recién nacido con la que se le pone a los ocho meses, a los dos, a los tres años. No hay fotos mías de recién nacida, mi primera imagen se remonta a cuando tenía dos años. Sin embargo, no hay día de la vida de mi nieta que el móvil de sus padres no haya entregado al futuro. Si utilizara estas fotos y los vídeos, podría describir con detalle cómo esa forma de recién nacida se ha ido convirtiendo en forma de niña. Es más, si con ese material hiciera una película, obtendría un documental interminable pero impresionante sobre la inestabilidad de nuestros cuerpos desde el nacimiento, sobre su modo de formarse y deformarse sin cesar, sus múltiples intentos por comprender en qué convertirse sin llegar nunca a conseguirlo del todo. Por no hablar de cuando andan a gatas, de la conquista de la posición erecta, de las infinitas pruebas con el lenguaje, de la manipulación de los objetos: habría mucho que hacer con esta desbordante producción de imágenes familiares. Naturalmente, solo se documentan los prodigios y las maravillas. Triunfan la belleza, la simpatía, las gracias, la alegría, la risa feliz. Los vídeos se interrumpen en cuanto la niña chilla, se pone colorada, se afea. Faltan las angustias, los cansancios, el aburrimiento, el miedo, los berrinches caprichosos. Faltan las tensiones entre los padres, que alarman a los niños y acentúan su malestar. Solo a veces algún vídeo empieza justo cuando termina el llanto, la cara de la niña acaba de serenarse y ella está dispuesta a jugar aunque uno de los ojos siga un poco empañado por las lágrimas. Poco, muy poco documenta la vertiente dolorosa del crecimiento, la infelicidad infantil, la fatiga de existir. Si también utilizáramos los móviles para plasmar todo eso, ¿qué vídeos horribles obtendríamos? El formarse y deformarse se convertirían en un espectáculo poco agradable, incluso con picos pavorosos. Uso aquí el término «espectáculo» adrede, porque cabe señalar que todos estos materiales no se producen solo para ser documento, sino que buscan un público. Ahora los padres de hijos únicos —a veces de dos—, al representar lo mejor de sus retoños, se representan lo mejor posible como padres y madres, y lo hacen para los tíos, los abuelos, los amigos, tanto de carne y hueso como digitales. Como es natural, llevan a escena sus migajas de felicidad, lo demás se deja entre bastidores; si ya es arduo vivirlo, imagínense filmarlo. Quizá la consecuencia es que, cuando mi nieta intente situar su propio yo, angustiado como el de todos, en ese flujo inagotable de imágenes, le costará encontrarse, y se preguntará: Si esa soy yo, tan guapa, tan despierta, tan hábil, ¿cómo es posible que me haya convertido en esto? La infinidad de documentos que la retratan serán tan insuficientes como mi única foto a los dos años, que solo por convención defino «Yo a los dos años». «Yo», ¿quién?
8 de septiembre de 2018
Artículo de Opinión de Elena Ferrante
del libro "La invención ocasional"
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